miércoles, 16 de octubre de 2019

San Fulgencio de Ruspe (c. 468-c. 533)



Del sermón 3:

Esteban, para merecer la corona que significa su nombre, tenía la caridad como arma, y por ella triunfaba en todas partes. Por la caridad de Dios, no cedió ante los judíos que lo atacaban; por la caridad hacia el prójimo, rogaba por los que lo lapidaban. Por la caridad, argüía contra los que estaban equivocados, para que se corrigieran; por la caridad, oraba por los que lo lapidaban, para que no fueran castigados. Confiado en la fuerza de la caridad, venció la acerba crueldad de Saulo, y mereció tener en el cielo como compañero a quien conoció en la tierra como perseguidor. La santa e inquebrantable caridad de Esteban deseaba conquistar orando a aquellos que no pudo convertir amonestando. Y ahora Pablo se alegra con Esteban, y con Esteban goza de la caridad de Cristo, triunfa con Esteban, reina con Esteban; pues allí donde precedió Esteban, martirizado por las piedras de Pablo, lo ha seguido éste, ayudado por las oraciones de Esteban. ¡Oh vida verdadera, hermanos míos, en la que Pablo no queda confundido de la muerte de Esteban, en la que Esteban se alegra de la compañía de Pablo, porque ambos participan de la misma caridad! La caridad en Esteban triunfó de la crueldad de los judíos, y en Pablo cubrió la multitud de sus pecados, pues en ambos fue la caridad respectiva la que los hizo dignos de poseer el reino de los cielos. La caridad es la fuente y el origen de todos los bienes, egregia protección, camino que conduce al cielo. Quien camina en la caridad no puede temer ni errar; ella dirige, protege, encamina. Por todo ello, hermanos, ya que Cristo construyó una escala de caridad, por la que todo cristiano puede ascender al cielo, guardad fielmente la pura caridad, ejercitadla mutuamente unos con otros y, progresando en ella, alcanzad la perfección.

miércoles, 6 de marzo de 2019

San León I el Grande (c. 400-461)


Del Sermón I de Navidad:

Nuestro Salvador, muy amado, nació hoy: alegrémonos. Porque no hay lugar adecuado para la tristeza, cuando observamos el día del nacimiento de la Vida, que destruye el miedo a la mortalidad y nos trae la alegría de la eternidad prometida. A nadie se le impide compartir esta felicidad. Hay para todos una medida común de gozo, porque como nuestro Señor, el destructor del pecado y la muerte, no encuentra a nadie libre de cargos, así también Él viene a liberarnos a todos. Que el santo se regocije al acercarse a la victoria. Que el pecador se alegre de que está invitado a perdonar. Dejemos que el gentil se anime porque él está llamado a la vida ...

Dejemos de lado al hombre viejo con sus obras: y habiendo obtenido una parte en el nacimiento de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Cristiano, reconoce tu dignidad y conviértete en un socio de la naturaleza divina, rehúsa regresar a la antigua desolación por una conducta degenerada. Recuerda la cabeza y el cuerpo del que eres miembro. Recuerda que fuiste rescatado del poder de la oscuridad y sacado a la luz y al reino de Dios. Por el misterio del Bautismo, fuiste hecho templo del Espíritu Santo: no hagas que las gentes huyan de ti por actos de bajeza, y te sometas una vez más a la comunidad del diablo: porque tu dinero comprado es la sangre de Cristo, porque Él te juzgará en verdad. Es quien te ha redimido con misericordia,  es quien con el Padre y el Espíritu Santo reina por los siglos de los siglos. Amén.

martes, 19 de febrero de 2019

San Pedro Crisólogo (380 o 406-450)


Del sermón 67:

Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no
pienses que Dios no se encuentra en la tierra ni en algún lugar
determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste, que
tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde
a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no
se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las
virtudes divinas.

Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos
también su nombre. Por tanto, este nombre que en sí mismo y
por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El
nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras
acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de
Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2, 24).

Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que,
reinando siempre de su parte, reine en nosotros de modo que
podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el
pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo
tiempo. Pidamos, pues, que reinando Dios, perezca el demonio,
desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera
la cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida
eterna.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Éste es
el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra impere la
Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los
hombres, entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es
todo, para que, como dice el Apóstol, Dios sea todo en todas
las cosas (1 Cor 15, 28).

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a
nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos
hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y
su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la
humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos?
Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el
pan a los hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice:
no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido? Manda
pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre
celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del
cielo. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn 6, 41). Él
es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne,
confeccionado en la pasión y puesto en los altares para
suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.

Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Si tú, hombre, no puedes
vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú
siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser
perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y
piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.

Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida
misma es una prueba, pues asegura el Señor: es una tentación
la vida del hombre (Job 7, I ). Pidamos, pues, que no nos
abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos
guíe con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida
con moderación celestial.

Mas líbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien
procede todo mal. Pidamos que nos guarde del mal, porque si
no, no podremos gozar del bien.