lunes, 9 de febrero de 2015

Gregorio de Nisa



San Gregorio de Nisa o Gregorio Niseno (Griego: Ἅγιος Γρηγόριος Νύσση; n. entre 330 y 335 en Cesarea de Capadocia y † entre 394 y 400 en Nisa, Capadocia también conocido como Gregorio Niseno, fue obispo de Nisa en Capadocia en el siglo IV y teólogo. Venerado como santo en la Iglesia católica y en la ortodoxa. Considerado entre los cuatro Padres griegos de la Iglesia y uno de los tres Padres Capadocios. Hermano menor de san Basilio el Grande y santa Macrina la joven, igualmente, fue amigo de Gregorio Nacianceno, con quien se lo suele confundir. Su fiesta se celebra el 10 de enero.

En el año de 370 su hermano Basilio asumió el obispado de Cesarea de Capadocia, quién se allegó de gente cercana a él para apoyarlo en contra del arrianismo. Por ello, alrededor del año 371, Gregorio es ordenado obispo del pequeño poblado de Nisa, a pesar de su personal oposición. Es en este mismo año cuando escribe su tratado De virginitate (Sobre la virginidad), siendo la primera de una gran cantidad de obras que escribiría.
Ambos fueron grandes defensores de la fe que se fue imponiendo en los primeros concilios ecuménicos del cristianismo. Disputaron en contra del arrianismo que decía que Jesús era hijo de Dios, pero no era consubstancial al Padre, sino que debía considerarse como una criatura enviada para cumplir las promesas del Padre Dios. Es decir que Jesús no era Dios sino era una simple criatura. San Gregorio de Nisa atacó esta herejía en el Concilio de Constantinopla del 381 usando para ello base de filosofía platónica; afirmando la unidad y la Divinidad de las tres personas en una sola idea divina, tres personas distintas en un solo Dios verdadero. Según Gregorio de Nisa la unión de las dos naturalezas en Cristo es tan fuerte que se puede hablar tranquilamente de un hombre omnipotente o de que Dios fue crucificado (teoría que se llamará luego communicatio idiomatum). También defendió la capacidad natural del hombre de conocer a Dios y asumió la teoría origeniana de la apocatástasis.

Gregorio expresa con claridad la finalidad de sus estudios, objetivo supremo al que dedica su trabajo teológico: no entregar la vida a cosas banales, sino encontrar la luz que permita discernir lo que es verdaderamente útil (Cf. «In Ecclesiasten hom.» 1: SC 416,106-146).

Encontró este bien supremo en el cristianismo, gracias al cual es posible «la imitación de la naturaleza divina» («De professione christiana»: PG 46, 244C). Con su aguda inteligencia y sus amplios conocimientos filosóficos y teológicos, defendió la fe cristiana contra los herejes, que negaban la divinidad del Espíritu Santo (como Eunomio y los macedonios), o ponían en tela de juicio la perfecta humanidad de Cristo (como Apolinar). Comentó la Sagrada Escritura, meditando en la creación del hombre. La creación era para él un tema central. Veía en la criatura un reflejo del Creador y a partir de aquí encontraba el camino hacia Dios.

Pero también escribió un importante libro sobre la vida de Moisés, a quien presenta como hombre en camino hacia Dios: esta ascensión hacia el Monte Sinaí se convierte para él en una imagen de nuestra ascensión en la vida humana hacia la verdadera vida, hacia el encuentro con Dios. Interpretó también la oración del Señor, el Padrenuestro y las Bienaventuranzas. En su «Gran discurso catequístico» («Oratio catechetica magna»), expuso las líneas fundamentales de la teología, no de una teología académica, cerrada en sí misma, sino que ofreció a los catequistas un sistema de referencia para sus enseñanzas, como una especie de marco en el que se mueve después la interpretación pedagógica de la fe.

Gregorio, además, es insigne por su doctrina espiritual. Su teología no era una reflexión académica, sino la expresión de una vida espiritual, de una vida de fe vivida. Como gran «padre de la mística» presentó en varios tratados --como el «De professione christiana» y el «De perfectione christiana»-- el camino que los cristianos tienen que emprender para alcanzar al verdadera vida, la perfección.

Exaltó la virginidad consagrada («De virginitate»), y propuso un modelo insigne en la vida de su hermana Macrina, quien fue para él siempre una guía, un ejemplo (Cf. «Vita Macrinae»). Pronunció varios discursos y homilías, escribió numerosas cartas. Comentando la creación del hombre, Gregorio subraya que Dios, «el mejor de los artistas, forja nuestra naturaleza de manera que sea capaz del ejercicio de la realeza. A causa de la superioridad del alma, y gracias a la misma conformación del cuerpo, hace que el hombre sea realmente idóneo para desempeñar el poder regio» («De hominis opificio» 4: PG 44,136B).

Pero vemos cómo el hombre, en la red de los pecados, con frecuencia abusa de la creación y no ejerce la verdadera realeza. Por este motivo, para desempeñar una verdadera responsabilidad ante las criaturas, tiene que ser penetrado por Dios y vivir en su luz. El hombre, de hecho, es un reflejo de esa belleza original que es Dios: «Todo lo que creó Dios era óptimo», escribe el santo obispo. Y añade: «Lo testimonia la narración de la creación (Cf. Génesis 1, 31). Entre las cosas óptimas también se encontraba el hombre, dotado de una belleza muy superior a la de todas las cosas bellas. ¿Qué otra cosa podía ser tan bella como la que era semejante a la belleza pura e incorruptible?... Reflejo e imagen de la vida eterna, él era realmente bello, es más, bellísimo, con el signo radiante de la vida en su rostro» («Homilia in Canticum» 12: PG 44,1020C).

El hombre fue honrado por Dios y colocado por encima de toda criatura: «El cielo no fue hecho a imagen de Dios, ni la luna, ni el sol, ni la belleza de las estrellas, ni nada de lo que aparece en la creación. Sólo tú (alma humana) has sido hecha a imagen de la naturaleza que supera toda inteligencia, semejante a la belleza incorruptible, huella de la verdadera divinidad, espacio de vida bienaventurada, imagen de la verdadera luz, y al contemplarte te conviertes en lo que Él es, pues por medio del rayo reflejado que proviene de tu pureza tú imitas a quien brilla en ti. Nada de lo que existe es tan grande que pueda ser comparado a tu grandeza» («Homilia in Canticum 2»: PG 44,805D).

El hombre, por tanto, reconoce dentro de sí el reflejo de la luz divina: purificando su corazón, vuelve a ser, como era al inicio, una imagen límpida de Dios, Belleza ejemplar (Cf. «Oratio catechetica 6»: SC 453,174). De este modo, el hombre purificándose, puede ver a Dios, como los puros de corazón (Cf. Mateo 5, 8): «Si con un estilo de vida diligente y atento lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la belleza divina… Contemplándote a ti mismo verás en ti al deseo de tu corazón y serás feliz» («De beatitudinibus, 6»: PG 44,1272AB). Por tanto, hay que lavar las fealdades que se han depositado en nuestro corazón y volver a encontrar en nosotros mismos la luz de Dios.

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